Si fracasa, el cambio racional se verá gravemente perjudicado en todo el mundo

Nos cuenta Naomi Klein: El día que fui a visitar a Jeffrey Sachs en octubre de 2006, la ciudad de Nueva York se hallaba cubierta por un manto húmedo de llovizna gris salpicada a cada cinco pasos (más o menos) por un vibrante estallido de rojo. Era la semana del gran lanzamiento de la marca Red ("Rojo") de (productos de) Bono y la urbe estaba siendo sometida a un auténtico bombardeo. Había iPods y gafas de sol de Armani de color rojo que asomaban desde las vallas publicitarias colocadas por encima de nuestras cabezas. Todas las marquesinas de las paradas de los autobuses exhibían a Steven Spielberg o a Penélope Cruz vestidos con diversas prendas rojas. Todos los establecimientos de Gap de la ciudad se habían entregado a aquel lanzamiento y la tienda de Apple en la Quinta Avenida emitía un resplandor sonrosado. "¿Puede una camiseta sin mangas cambiar el mundo?", preguntaba un anuncio. Sí que puede, nos aseguraban, porque una parte de los ingresos por su venta iban a ir a parar al Fondo Mundial de Lucha contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria. "¡Compren hasta que se acabe!", había exclamado Bono en medio de una orgía compradora con Oprah televisada un par de días antes.

Tuve el presentimiento de que la mayoría de los periodistas que queríamos hablar con Sachs aquella semana íbamos a pedirle la opinión del economista superestrella sobre esa forma —tan a la moda— de recaudar dinero destinado a la ayuda social e internacional. Después de todo, Bono utiliza la expresión "mi profesor" para referirse a Sachs y una foto de ellos dos me dio la bienvenida al despacho de Sachs en la Universidad de Columbia (Sachs dejó Harvard en 2002). Entre tanta (y tan glamorosa) caridad, yo me sentía un poco "aguafiestas", porque quería hablar con el profesor sobre su tema menos favorito; un tema que ya le ha llevado más una vez a amenazar a los periodistas que le entrevistan por teléfono con cortar la llamada a media conversación. Quería hablar de Rusia y de lo que allí salió mal.

Fue en Rusia, tras el primer año de terapia de shock, donde Sachs inició su particular transición de "doctor Shock" global a uno de los más abiertos participantes y organizadores de campañas para incrementar las ayudas a los países pobres. Es una transición que, en los años transcurridos desde entonces, le han valido conflictos con muchos antiguos colegas y colaboradores suyos en los círculos económicos ortodoxos. Según el propio Sachs, no fue él quien cambió; él siempre se había implicado en la ayuda a aquellos países que optaban por desarrollar economías de mercado y siempre había luchado por que tales iniciativas se vieran reforzadas por un paquete de ayudas generosas y de condonación de dudas. Durante años, había considerado posible alcanzar esos objetivos colaborando con el FMI y el Departamento estadounidense del Tesoro. Pero cuando le llegó el turno a Rusia y él se hallaba desplazado allí, sobre el terreno, el tenor del debate ya había cambiado y él mismo topó con un muro de indiferencia oficial que le sorprendió y lo impulsó a mantener una actitud más enfrentada con establishment económico de Washington.

Visto en retrospectiva, no hay duda de que Rusia marcó el comienzo de un nuevo capítulo en la evolución de la cruzada de la Escuela de Chicago. El Tesoro estadounidense y el FMI habían tenido acierto interés en que los experimentos previos, realizados en los laboratorios de la terapia de shock de los años setenta y ochenta, resultasen un éxito (por superficial que éste fuera) precisamente por su condición de experimentos, ya que se imponía que tenían que servir de modelos a seguir por otros países. Las dictaduras latinoamericanas de los años setenta fueron recompensadas por sus ataques contra los sindicatos y por su política de apertura de fronteras con una concesión sistemática de préstamos (prestamos que se otorgan pese a la persistencia de determinadas desviaciones con respecto a la ortodoxia de la Escuela de Chicago, como el continuado control estatal chileno sobre las mayores minas de cobre del mundo o la lentitud privatizadora de la Junta Militar argentina). Bolivia, como primera democracia en adoptar la terapia de shock en los años ochenta, recibió nuevas ayudas y vio condonada una parte de su deuda externa (y mucho antes de que Goni procediera con las privatizaciones de los años noventa). En el caso de Polonia, primer país del bloque oriental en imponer la terapia de shock, Sachs no tuvo problemas a la hora de conseguir préstamos sustanciales a pesar, también, de que las grandes privatizaciones se ralentizaron y llegaron incluso a tambalearse cuando el plan original chocó con una intensa oposición.

Rusia fue diferente. "demasiado shock sin suficiente terapia", fue el diagnóstico generalizado de la situación allí vivida. Las potencias occidentales se mostraron totalmente intransigentes en su exigencia de que se llevaran a cabo allí las "reformas" más dolorosas, pero, al mismo tiempo, evidenciaron una reiterada mezquindad en cuanto a la cuantía de las ayudas que ofrecían a cambio. Hasta el mismísimo Pinochet había amortiguado las penalidades de la terapia de shock con programas de obtención de alimentos para los niños más pobres. Los prestamistas de Washington, sin embargo, no vieron motivo alguno para ayudar a que Yeltsin pudiese hacer lo mismo y empujaron al país hacia su particular pesadilla hobbesiana.

No es fácil mantener una conversación sustancial con Sachs sobre el tema de Rusia. Yo esperaba llevar la conversación más allá de su actitud inicial a la defensiva ("Yo esperaba en lo cierto y ellos, completamente equivocados", me dijo, y prosiguió: "Pregúnteselo a Larry Summers, no a mí; pregunte a Bob Rubin, a Clinton, a Cheney, lo contentos que estaban por cómo iban las cosas en Rusia"). Yo también pretendía trascender sus sinceras muestras de desaliento ("En aquel entonces ya trataba de hacer algo que acabaría demostrándose totalmente inútil"). Lo que yo buscaba era entender mejor por qué tuvo tan poco éxito en Rusia, por qué la famosa suerte de Jeffrey Sachs se agotó en aquella particular coyuntura.

Sachs dice ahora que supo que algo era distinto nada más aterrizar en Moscú. "Tuve un mal presentimiento desde el primer momento. Estaba furioso desde el principio". Rusia se enfrentaba a "una crisis macroeconómica de primer orden, una de las más intensas e inestables que había visto jamás", me explico. Y, en su opinión, la salida era muy clara las medidas de terapia de shock que él mismo había recetado para Poliana "a fin de conseguir que las fuerzas del mercado empezasen a funcionar enseguida, más un buen montón de ayudas. Yo pensaba que paras sacar adelante una transición pacífica y democrática bastaría con unos 30.000 millones de dólares al año, repartidos aproximadamente en 15.000 millones para Rusia y otro tanto para las demás antiguas repúblicas soviéticas.

Sachs confiaba en que podría extraerles un nuevo Plan Marshall al Departamento estadounidense del Tesoro y al FMI, y no le faltaban razones para creerlo. "Probablemente, el economista más importante del mundo"; así lo describía el New York Times en aquel momento. Él mismo había explicado que, cuando era asesor del gobierno polaco, recaudó "1.000 millones de dólares en un solo día en la Casa Blanca". Perro, según me explicó, "cuando sugerí lo mismo para Rusia, no hallé el más mínimo interés. Ninguno. Y en el FMI me miraron como a un bicho raro".

Aunque Yeltsin y sus Chicago Boys tenían una nutrida pléyade de admiradores en Washington, nadie estaba dispuesto a acudir con la ayuda que aquéllos decían necesitar. Eso significaba que Sachs había instado al gobierno ruso a aplicar unas políticas de efectos desgarradores en su país, pero, sin embargo, no podía cumplir con su parte del trato. Fue entonces cuando más cerca estuvo de la autocrítica: "Mi mayor error personal —declaró Sachs en plena debacle rusa— fue decirle al presidente Boris Yeltsin: "No se preocupe, la ayuda está en camino". Yo tenía la firme creencia de que esa asistencia era demasiado importante y crucial para Occidente como para que el propio Occidente la desbaratara hasta el punto en que lo ha hecho". Pero el problema no estribaba únicamente en que el FMI y el Tesoro estadounidense no hubiese en escuchado a Sachs, sino también en que Sachs había instado a poner en marcha la terapia de shock antes de que contara con garantía alguna de que en otra institución le iban a escuchar; una arriesgada apuesta por la que millones de personas acabarían pagando un precio muy caro.

Cuando repasé esa cuestión con el propio Sachs, él reiteró que su verdadero fallo había radicado en su mala interpretación del estado de ánimo político en Washington. Me contó una conversación que había mantenido con Lawrence Eagleburger, secretario de Estados Unidos, durante la presidencia de George H. W. Bush. Sachs le explicó sus razones; si se permitía que Rusia se sumiese aún más en el caos económico, se podrían desencadenar fuerzas que nadie sería capaz de controlar (hambrunas masivas, un nacionalismo resurgente o, incluso, un estallido del fascismo, posibilidades todas ellas muy poco convenientes en un país donde prácticamente el único producto del que había excedente eran las armas nucleares). "Su análisis puede ser perfectamente correcto, pero eso no va a pasar", le respondió Eagleburger. Y luego le pregunto Sachs: "¿Sabe usted en qué año estamos?".

Cuando Sachs habla apasionadamente de "trabajar duro" se refiere a lo que sucedía en las épocas del New Deal, la Gran Sociedad o el Plan Marshall, cuando grupos de hombres jóvenes salidos de las universidades de la Ivy League se sentaban en torno a mesas de mando en mangas de camisa, rodeados de tazas de café vacías y pilas de documentos sobre políticas diversas, y debatían acaloradamente sobre los tipos de interés y el precio del trigo. Así era como los decisores políticos se comportaban en pleno apogeo del keynesianismo y ésa era la "seriedad" con la que la catástrofe de Rusia merecía a todas luces ser tratadas.

—"Eso era realmente lo que Fukuyama estaba anunciando con su dramática proclamación del ‘fin de la historia’ en la conferencia impartida en la Universidad de Chicago en 1989; no afirmaba, en realidad, que no hubiera otras ideas en el mundo, son, simplemente, que, con la caída del comunismo, no había otras ideas suficientemente poderosas como para competir codo con codo con el capitalismo".

¡La Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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